En el mundo corporativo, “eficiencia” se ha vuelto palabra mágica. Todos la pronuncian con orgullo: procesos más rápidos, menos costos, más métricas, más productividad. Pero hay una trampa escondida en esa obsesión: cuando optimizar se convierte en el fin, olvidamos para qué existía el proceso en primer lugar.
Lo he visto en proyectos tecnológicos y financieros: aplicaciones que se diseñan para ahorrar pasos, pero terminan sacrificando la experiencia del usuario. Protocolos que reducen tiempos de validación, pero ponen en riesgo la confianza. Empresas que se obsesionan con la eficiencia y los KPIs y pierden de vista lo esencial: la persona al otro lado de la transacción.
Optimizar, en teoría, debería servir para liberar tiempo y recursos que podamos invertir en lo que importa. En la práctica, muchas veces nos deja atrapados en una carrera infinita de mejoras que solo responden a números en un tablero. Así, la eficiencia termina alejándonos de lo verdaderamente importante.
La eficiencia sin sentido
La eficiencia sin propósito se convierte en deshumanización. Es el call center que resuelve en 30 segundos, pero trata al cliente como un número. Es la reunión recortada que ahorra media hora, pero deja a todos sin claridad. Es el banco que lanza una app más “rápida”, pero incapaz de escuchar lo que realmente necesitan sus usuarios.
Y entonces vale la pena preguntarse: ¿para quién estamos optimizando? ¿Para la organización, para los indicadores, o para la vida real de las personas?
El verdadero propósito de optimizar
La eficiencia es valiosa, sí, pero solo cuando está al servicio de un propósito. Si no, se convierte en otra trampa más del mundo moderno: creemos que avanzamos porque vamos más rápido, pero en realidad solo damos vueltas más deprisa en el mismo lugar.
Quizás el verdadero reto no sea optimizar todo, sino aprender a detenernos y recordar el sentido. Porque al final, lo que más recordamos de cualquier experiencia —en el trabajo, en la vida o en un simple trámite— no es cuán rápido fue, sino si nos hizo sentir que valía la pena.